En
este país que nos cobija a todos hubo un tiempo donde se podía elegir entre morirse
de pie o morirse de tristeza para siempre. No había democracia, había
dictadura. Algunos esperábamos que la guardia se distraiga en otros menesteres
para inventar la palabra que nos devuelva la vida a través de un golpecito en
la pared de la celda. “¿Estás ahí?” preguntábamos. “Aquí estoy” respondía el
compañero desde la otra celda con un morse acriollado adaptado a las
circunstancias.
Cuando
esa chispa se encendía, la palabra compartida se daba una panzada de alegría.
La
libertad, entonces, era sentir en la piel llena de miedo, que la vida le ganaba
al silencio de la muerte.
En
este país que nos cobija a todos, y en ese mismo tiempo del que estamos
hablando, el pueblo murmuraba sus dolores en las calles, rumiaba sus penas,
escribía poemas, amaba y procreaba, algunos se escondían y otros se mostraban
disimuladamente de distintos modos, resistiendo la muerte que ordenaba tirarse cuerpo
a tierra, en el patio de la escuela, en la fábrica, el hospital o en la plaza del barrio.
La
libertad, entonces, era hacer lo posible para no desintegrarnos como pueblo;
una manera digna de salvar la ropa en medio del combate desigual contra los
dictadores.
Después,
sólo después, tanta resistencia, tanta derrota en Malvinas, tanta dignidad
enarbolada, cercaron finalmente los cuarteles y los dictadores, arrinconados
por su propia impericia criminal, se tuvieron que ir luego de creer garantizado
que el pasado, pisado; como los
expedientes que quemaron en un burdo intento de auto amnistiarse del horror
causado. Volvían a equivocarse.
“Que
20 años no es nada” fue cuando un flaco desgarbado vino desde el sur a decir
que era tiempo de memoria y de nunca más al olvido.
Y
empezaba otra historia muy distinta en este país que nos cobija a todos, aunque
aún no lo sabíamos.
Y
hasta aquí llegamos. Ha triunfado la palabra nuevamente. No habrá más penas ni
olvidos en este día donde votamos todos, sin proscripción alguna. Y es un
triunfo que vale el doble y el triple y el que se yo cuánto más vale, porque en
estos últimos años no fueron pocos los intentos para que dirimamos a las
patadas y a los empujones nuestras viejas querellas. Nunca han provocado tanto
como esta vez. Los violentos fueron más violentos cuanto más crecía esta
Argentina para todos. Hubiese sido preferible, para ellos, que pisemos el
palito de una buena vez por todas. Pero el pueblo siempre aprende. Las minorías
del privilegio, no. El pueblo en esta nueva época salió a ganar las calles con
una convocatoria de amorosa impaciencia: “¿Querés pelear? Votá”. No le dijimos,
con razón o sin razón: “Peleá”. Se les dijo: “Votá”.
Por
eso llegamos hasta aquí, votando a lo largo y ancho del país.
Que
la violencia que venera a la muerte y al olvido, siga siendo un lobo solitario
que le ladra a la luna en medio de su propio espanto.
Ese
hombre que va allí, ese que tiene el cuerpo tan grandote como su dignidad, se
llama Víctor Hugo Morales. Y no habla en morse para comunicarse. Habla
libremente con su propia voz, como debe hacerlo. Siempre.
Lo
nombramos porque otro carcelero salido de aquellas catacumbas del horror y
enriquecido desde entonces, le quiso
impedir que ame, que hable, que sueñe, que diga, que denuncie y que vuelva a
amar.
Esto
también se vota hoy. Esto que se llama la palabra liberada también se vota hoy.
Y que nadie tema: no estamos rompiendo la veda, estamos simplemente rompiendo
los silencios.
Podríamos,
en verdad casi lo hicimos, escribir una nota de opinión en este día donde a
modo ilustrativo del país que hoy tenemos consignáramos los datos irrefutables
de la situación económica y social. Poner por ejemplo que crece la economía y
que la proyección indica que lo seguirá haciendo hasta el año que viene, para
desazón de un senador que clamaba que estalle todo antes de octubre para poder
pescar en río revuelto, con el hambre y la miseria de millones de compatriotas naufragando
en aguas turbulentas. Eso ya lo vivimos y sufrimos. Pero no, senador,
lamentamos decirle que todos los indicadores señalan que crecerá el trabajo, la
producción y el consumo interno. Y que seguirá creciendo; salvo que ganen los
que empujan el carro donde vamos hacia el primer precipicio.
No
podemos dejar de condenar a los que se manifestaron el pasado jueves por la
noche con sus rabiosas cacerolas y sus leyendas de muerte. Todo tiene un límite
y la muerte es un límite para la condición humana. Era duelo nacional por la
tragedia de Rosario. Aún estaban buscando posibles sobrevivientes. Y aún
estaban velando a sus muertos queridos. Pero la pantalla partida de TN incitaba
a marchar al Obelisco y de allí a Plaza de Mayo y de Córdoba se iban al móvil
en Ramos Mejía y de allí a La Plata bajo el triste llamado a salir contra el
gobierno de Cristina. Claro que los carteles la llamaban de otro modo. Y se
escuchaban los cánticos enfurecidos que por momentos trocaban en alaridos
festivos.
Sin
dudas que la democracia desarmó a la dictadura en su versión uniformada, pero
aún no pudo desarmar el odio de la dictadura en su versión civil.
Que
no tema nadie. Que ni siquiera se preocupen por aprender el morse para hablar
entre paredes. Porque nadie será molestado ni amonestado ni mucho menos
reprimido. Pueden seguir ofendiendo. Sólo permítannos decir que si esa tarde el
periodista Víctor Hugo se ganó el aplauso de los mansos, por la noche fueron
las cacerolas la que encarnaron el título de la obra del otro Víctor Hugo, esa que
mejor les cabe, precisamente por su nombre: Los miserables.
La
jornada en paz y en democracia que hoy viviremos será el momento donde en una
misma cuenca diriman sus querellas la verdad y la mentira, el amor y el odio,
la memoria y el olvido, la palabra y el silencio. Y lo que diga el voto popular
habrá que respetar.
Después,
sólo después, que todo el mundo recuerde, más allá del resultado, que entre la
pulsión de vida y la pulsión de muerte, no hay ni habrá reconciliación.
El Argentino, domingo 11 de agosto
de 2013
1 comentario:
eso espero compañero, caer en manos massistas seria retroceder 10 años.
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