Hace 40 años
el fascismo derrotaba a sangre y fuego
al gobierno democrático de la Unidad Popular de Chile.
El 11 de
setiembre de 1973 las fuerzas golpistas conducidas por Augusto Pinochet
bombardearon el Palacio de la Moneda
hasta provocar la muerte del presidente
Allende.
La matanza
siguió afuera de la Casa de Gobierno.
En las
calles y en las casas de los más humildes. En las escuelas y en las
universidades. En los estadios y en las fábricas. Tenían que dar un escarmiento
tan brutal como se le dio al pueblo del Paraguay de Francisco López en la
Guerra de la Triple Alianza en el siglo XIX, para que nunca más se atrevan a
enfrentar a los verdaderos dueños del poder económico.
No se trató
de romper el orden institucional y nada más. Se trató, como en 1955 y 1976 en
nuestro país, de borrar de raíz cualquier atisbo de proyecto político basado en
la justicia, la igualdad, la redistribución de la riqueza, la solidaridad y la
unidad latinoamericana.
Pero el presidente
Piñera dijo que la culpa del golpe la
tuvo el gobierno de Allende con sus descalabros.
Y allí siguen sus funcionarios que fueron
funcionarios de la dictadura.
Y allí está
la ausencia de un proceso abierto contra los crímenes de lesa humanidad, como
ocurre aquí.
Que lo sepan
todos: nadie tiene el derecho a quebrantar
la democracia. La democracia tiene sus propios remedios para curarse
sola sin la ayuda de ningún mesiánico, por poderoso que fuera.
El
kirchnerismo, como expresión moderna del proyecto nacional y popular en la
Argentina, abrió las grandes alamedas con que soñó el presidente Salvador Allende en su último discurso.
Porque en
este país bombardeado por la metralla de metal en el pasado y por la metralla mediática
opositora en el presente, hay memoria, verdad y justicia para los genocidas.
En Chile,
no. En España, menos. En gran parte de América no se permite juzgar las cosas
del pasado para que no se destapen los negociados del presente y para poder
decir, como decían los golpistas, que “el flagelo es la inflación” y no el
hambre ni la desigualdad.
Es el mayor
aporte que deja al mundo el proyecto iniciado por Néstor Kirchner en el 2003 y que
profundiza Cristina.
Los
genocidas ahora saben que el que las hace, las paga. Con todas las garantías de
la debida defensa que ellos les negaron a sus víctimas. Pero las pagan.
Es el mejor
homenaje que Argentina le hace a Salvador Allende y a todo el pueblo chileno.
En esta
misma búsqueda de justicia es un avance histórico que, desde el Papa hasta
Putin, hayan resistido sin dobleces el bombardeo a Siria.
Los pueblos sólo quieren evitar nuevas masacres.
Resistir de
este modo es honrar de veras al presidente Allende.
El Argentino, miércoles 11 de septiembre de
2013
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