Terminó la
semana. Y se murió Videla.
El Grupo
Clarín inventó su propia “intervención”. Mauricio Macri se arrodilló con su DNU
ante el altar de Magnetto. Fueron de fracaso en fracaso en cada operación
contra el gobierno de Cristina y la memoria de Néstor. Se conocieron las cuentas
con que el Grupo lavaba su dinero. No existe más el progresismo
cuentapropistas; sólo queda Binner jugando a la rayuela con Lanata. No existe
más la oposición; sólo queda Magnetto.
Aún así no
son “días raros” los que vienen sucediendo en la Argentina, como acostumbran a decir
algunos. Son días que expresan con toda sonoridad, un momento culminante y
apasionante de nuestra historia. Y eso es otra cosa.
Hay un genocida
que muere en soledad, preso, condenado y repudiado por la sociedad.
Y una joven
democracia que desde que se llenó de memoria, verdad y justicia, baila tan linda
en la plaza del pueblo que dan ganas de abrazarla y arroparla de ternura a cada
rato.
Venimos
hablando del poder últimamente porque
estamos convencidos que la historia ya no se define por penales sino por
convicciones; ese atributo que inauguró Néstor Kirchner y profundiza Cristina.
En eso
estamos. Y es bueno que suceda.
El poder
dominante en las últimas décadas siente, como nunca antes, que ha perdido el
poder hegemónico absoluto a nivel estatal y a nivel cultural.
Olfatean, con
astucia y pragmatismo, que algo se rompió en las entrañas de la sociedad y que ha partir de esa ruptura se liberó
energía hacia el lado de la vida que ellos no controlan.
Y entonces
vociferan por los altavoces del gran circo mediático que “ha llegado el fin del
mundo”.
Las
convicciones de los antes dominados, por el contrario, se encuentran
desplegando un arsenal de sueños y
proyectos de la mano del Estado y el movimiento identificado con el gobierno nacional.
Los sectores populares avanzan todo el tiempo, recuperando espacios nunca antes
explorados y otros que se conocían de antiguas experiencias y dejaron sus
huellas, pero que se fueron perdiendo a lo largo del tiempo.
Esas dos
fuerzas antagónicas, el viejo poder económico concentrado y el movimiento nacional
y popular, encontraron al fin un punto de máxima confrontación en la disputa
por la comunicación y la justicia.
La batalla
por la hegemonía cultural se configura así, en la pugna por el andamiaje
comunicacional y el andamiaje jurídico del sistema.
Uno de los
polos en esa pugna es la democracia; el otro es el monopolio.
El Grupo
Clarín siente que ambos andamiajes le pertenecen por derecho de pernada. Y
juega sucio en la defensa de “su patrimonio”.
Es que para
ellos, imponer diariamente la agenda política y contar con el reaseguro del
sistema judicial, es tener definitivamente el poder. No todo es cuestión de
poseer capital monetario acumulado. La clave, para ellos, es que ese capital esté
eficaz y políticamente administrado desde el manejo del principal aparato del
Estado: el poder judicial.
La grieta
que produjo el proceso político abierto por Néstor Kirchner en el 2003, continuada
y profundizada desde el 2007 por Cristina y coronada recientemente por el
conglomerado de jueces y magistrados, fiscales y abogados reunidos en Justicia
Legítima, explica porqué aquel viejo poder unifica personería mediática y
judicial en el programa dominguero de Lanata y en su onda expansiva durante la
semana.
Parece que
están a la ofensiva, pero se están defendiendo, retrocediendo a sus lugares conocidos.
Por eso operan sólo desde su retaguardia. No ocupan otro terreno.
Y el tiempo
pasa raudamente y el Grupo sabe que si no renuevan el polvorín disuasivo y
represivo corren el riesgo de agotar sus municiones políticas y mediáticas más
temprano que tarde.
Ese es el
drama que vive el monopolio Clarín, el
“único contrapoder real contra el kirchnerismo” como lo calificó la diputada
Carrió, funcionaria judicial del proceso que comandó el genocida muerto.
Si hoy se
montan tan rabiosamente sobre el caballito de batalla “contra la corrupción” es
porque se quedaron sin política y se
quedaron sin liderazgo ni representación creíble ante la sociedad. Y lo que es
peor para ellos, también en esa cruzada “anticorrupción” los verdaderos
corruptos del viejo poder van derecho a otro fracaso estrepitoso.
La verdad
tarda, pero llega.
Ahora
giremos la mirada hacia el campo democrático.
Todo se
entiende en su contexto y en su dialéctica.
Lo
descripto hasta aquí, en este sentido, no sería posible sin el crecimiento y la
consolidación de la democracia inclusiva y cada vez más participativa del proyecto
de país que lidera Cristina.
A la
política de reparación social, posiblemente el viejo poder la soportaba de pie
hasta un próximo recambio de gestión
estatal. Pero lo que le resulta insoportable es que el gobierno y un sector
claramente representativo de la sociedad se hayan largado a disputarle el valor
de uso de la palabra y ahora también del sistema judicial.
“Eso si que
no”, habrá dicho Magnetto y compañía.
Pero el
kirchnerismo es apenas la punta de iceberg de un movimiento sísmico que se ha
producido en lo más profundo de la sociedad y que en su búsqueda de mayor
cantidad y calidad distributiva del poder democrático, no vacila a la hora de
ocupar todos los espacios que lo legitimen. Está ocurriendo eso. No pasa por la
definición mediocre que desaportan los que afirman que “esta es una pelea entre
dos monopolios” o es “una batalla excluyente entre el gobierno y Clarín”.
Las capas
geológicas de nuestra historia como nación y pueblo se están acomodando
definitivamente. Y es eso lo que viene pasando.
Hasta Macri
recurre al viejo afán mitrista de separar la Ciudad de Buenos Aires del país
federal. Es que la derecha se quedó sin argumento eficaz para el nuevo siglo.
No recurren
a los libros de la hasta hoy llamada “historia oficial” para inspirarse y ser
creativos, sino para repetir a Mitre antes y después de Pavón.
El campo
nacional y popular, en cambio, sigue avanzando. Aunque a veces parezca que está
a la defensiva.
Entre lo
viejo y lo nuevo anda la vida.
Miradas al Sur, domingo 19 de mayo de 2013
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