El timbre de mi casa sonó a las 10 de la mañana del domingo.
Terminaba de ensillar el mate amargo, con los diarios desplegados sobre la mesa y la bolsa de carbón esperando que la lleve a la parrilla del patio.
“Soy yo” dijo mi amigo, el cascarrabias, por el portero eléctrico. Salí presuroso; no lo esperaba a esa hora tan temprana.
“Decime que no es cierto” me dijo ni bien le abrí la puerta. Entre sus manos portaba el diario Tiempo Argentino.
“Pará un poco, calmate” atiné a decirle con el mayor cariño que me fuera posible.
Al entrar a la cocina le ofrecí un amargo mientras él buscaba y me mostraba las primeras hojas donde sobresalían las copias de los documentos exhumados de los archivos escondidos de la dictadura que demuestran la participación civil en crímenes de lesa humanidad.
“Decime que no es cierto” me volvió a decir.
Me dí cuenta que estaba enterrando parte de un pasado signado por Clarín y el diario La Nación. Se daba cuenta que era definitivamente cierto todo lo que se dice por las grietas abiertas en el muro de la impunidad. Y se despedía para siempre del diario de su vida.
“Escuchá, escuchá” repetía, mientras leía la nota de Roberto Caballero, la de Hernán Brienza, así como los testimonios del horror firmado por el ex general Gallino.
“¡Otra que de la cama al living, de la picana eléctrica al robo de Papel Prensa!”, refunfuñaba contra no se quién.
No quise decirle que ya lo había leído. ¿Para que frustrarlo? Estaba enterrando una parte de la historia.
Las pruebas del crimen genocida son irrefutables, inapelables e innegables.
Héctor Magnetto y Bartolomé Mitre bosquejando el interrogatorio del día siguiente en la mesa de tortura.
Y mi amigo seguía preguntando en su estupor “¿Y ahora que dirán Julito Blanck y Van der Koy? ¿Qué cara pondrán Carrió, Morales, Pinedo, Duhalde, Solá? ¿Y Cobos y De Narváez, eh?”
Tampoco quise decirle “yo te lo adelanté”; sonaría insoportablemente soberbio de mi parte. Además, mi amigo, el cascarrabias, también presentía este derrumbe. Pero en el fondo, muy en el fondo, querría que no fuese tan brutal.
El Grupo Clarín tiene la manzana rodeada desde ayer.
No fue un gobierno el que le tendió el cerco final, quizás definitivo. Fue el periodismo de verdad. Independiente de verdad.
No cayeron en su ley, sino en la de los dictadores.
“Magnetto se reunía con los torturadores de los Graiver” reza la tapa de Tiempo Argentino. Y más abajo: “El jefe militar que mantenía cautiva a la familia del dueño de Papel Prensa armaba los interrogatorios junto a los directores de Clarín, La Nación y La Razón. Fue en abril de 1977, cuando reinaban el terror y la picana”.
Ilustraban a gran espacio, las copias fieles de los papeles secretos dejados por los dictadores en la mesita de luz de la historia mal oculta.
Esta vez no hay mucho análisis, ni adjetivos, ni parábolas, ni discursos. “Esta vez los que hablan son los documentos”, dice sabiamente el director de Tiempo.
“Es así nomás” le dije a mi amigo mientras encendía el fueguito dominguero.
Atizaba las primeras brasas, cuando le fui contando que el sábado estuve en un plenario de reflexión política organizado por la Corriente Nacional y Popular y los pibes de La Cámpora. El que disertó fue Carlos Zannini, el Secretario de Legal y Técnica.
Se habló de presente y de futuro. De la autonomía que ganó la política desde que Néstor Kirchner llegó a la Casa Rosada. De la gestión con mirada femenina de Cristina. De la necesidad de ganar las calles y las plazas y las universidades y las fábricas y las escuelas para protagonizar la gesta de la definitiva liberación de América Latina.
Del aplauso cerrado a Zannini cuando dijo que “todos debíamos ser Braian Toledo, nuestro pibe campeón olímpico, tirando todos los días una jabalina a la luna, soñando, peleando, amando… y volviendo a soñar”.
Mi amigo estaba lagrimeando cuando lo miré.
No se si por el humo o porque se emocionó con mi relato o porque la consagración de la verdad, siempre conmueve hasta lo más hondo.
El Argentino, 6 de septiembre de 2010
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