El militante no sabe de descansos ni de glorias vanas.
El es la voluntad al borde del abismo, así en la triste derrota de una noche de invierno como en el cielo de las victorias.
Lo lancean por el flanco izquierdo y lo hieren por su costado derecho y sin embargo avanza igual con la frente en alto.
Si siente algún dolor o miedo en el centro del pecho, lo disimula ante el enemigo y se larga a llorar, si es preciso, con sus compañeros.
Siente miedo no por su propia vida sino por la del pueblo que ama y defiende.
Pasajero de la historia, sabe que algo quedará de su andar cansino, de sus palabras al viento, de la modesta muestra de coraje que mostró las veces que hizo falta demostrarlo.
El militante es el último eslabón de la cadena humana, el más perfecto e imperfecto de todos, al mismo tiempo, el más humilde, el que más se entrega por el prójimo.
Tiene algo de Pedro en las catacumbas, compartiendo el pan y el aliento con sus compañeros, pero también de Miguel Hernández y de Paco Urondo en el instante final. Se mira en el espejo del Ché con sus aciertos y errores, porque todo militante del pueblo tiene un poco del Che y esa condición humana, más humana que todas.
Es la Evita que no descansa cuando debe hacerlo porque siente que las otras Evas del pueblo, están más cansadas que ella, con siglos y siglos de tristezas, de llagas en el cuerpo, de hambre, de torturas, de mordazas, de hambre nuevamente.
El militante se enferma un día y se levanta al otro. Y se vuelve a enfermar y dice “vamos que ya falta poco” y sabe que el aliento de los suyos es su propio aliento.
El enemigo sobrevuela sobre su lecho de enfermo, espera, desespera y aletean sus alas negras mientras de su pico salen los proverbios que invitan a un descanso eterno.
“Rendíte de una vez”, dicen los carroñeros con un texto maloliente.
Pero el hombre, el militante, el que comparte el pan y el paño, sabe que él se muere sólo en la desigualdad, en la desesperanza del que no tiene nada que ganar ni que perder, en la entrega infame a los poderosos, en la desaparición de la palabra vida, en la capucha del torturador y su mandante.
El militante descuelga los cuadros de los genocidas y sabe que está saltando sobre el filo de la historia y que de ahora en más no hay ni puede haber vuelta atrás.
Descorre todos los cortinados del poder, invita al desparpajo, sueña una noche que se encuentra con Rodolfo Walsh en la esquina de San Juan y Entre Ríos y el periodista de verdad, el peronista, el revolucionario, le dice con voz de mando “andate flaco, vos venís después” y despierta sudando nostalgias de otros tiempos lejanos, allá en La Plata, con Néstor Sala, Carlos Labolita y con el Pato Tierno y otros compañeros que desaparecieron con la dictadura.
Y si vino después, como quiso Rodolfo en aquel sueño, como quiso la historia colectiva, la suya propia y la de su mujer, que se la aguanten entonces, por que vino a honrar la vida para siempre de los treinta mil que se llevaron. Pero mucho más que eso, vino a honrar la vida de los que reclaman con sus bocas desdentadas y de sus madres y del futuro que nos hermana a todos.
El domingo amanece de a poquito en la ciudad.
En el barrio de Palermo, en la ciudad de Buenos Aires, una bandada de pibes, a quien llaman “La Cámpora”, le hace el aguante al hombre que vino a rescatarlos del olvido.
Quisieran cantar muy fuerte para que él los escuche, pero saben que no es prudente despertarlo. Y entonces, todos miran en silencio hacia una ventana invisible, como queriendo que de pronto se abra y él salga a saludar como lo hizo Perón con otros pibes, en los años setenta.
“Todo está bajo control” dice Oscar Parrilli y el alma vuelve al cuerpo en la fría madrugada de este 12 de septiembre del Bicentenario.
Alguien me abraza y me dice cómplice al oído: “zafamos, como aquella vez”
La alegría es plural y no duerme esta noche ni mañana ni nunca, esperando el alta.
El militante Néstor Kirchner se prepara para volver a empezar.
El es la voluntad al borde del abismo, así en la triste derrota de una noche de invierno como en el cielo de las victorias.
Lo lancean por el flanco izquierdo y lo hieren por su costado derecho y sin embargo avanza igual con la frente en alto.
Si siente algún dolor o miedo en el centro del pecho, lo disimula ante el enemigo y se larga a llorar, si es preciso, con sus compañeros.
Siente miedo no por su propia vida sino por la del pueblo que ama y defiende.
Pasajero de la historia, sabe que algo quedará de su andar cansino, de sus palabras al viento, de la modesta muestra de coraje que mostró las veces que hizo falta demostrarlo.
El militante es el último eslabón de la cadena humana, el más perfecto e imperfecto de todos, al mismo tiempo, el más humilde, el que más se entrega por el prójimo.
Tiene algo de Pedro en las catacumbas, compartiendo el pan y el aliento con sus compañeros, pero también de Miguel Hernández y de Paco Urondo en el instante final. Se mira en el espejo del Ché con sus aciertos y errores, porque todo militante del pueblo tiene un poco del Che y esa condición humana, más humana que todas.
Es la Evita que no descansa cuando debe hacerlo porque siente que las otras Evas del pueblo, están más cansadas que ella, con siglos y siglos de tristezas, de llagas en el cuerpo, de hambre, de torturas, de mordazas, de hambre nuevamente.
El militante se enferma un día y se levanta al otro. Y se vuelve a enfermar y dice “vamos que ya falta poco” y sabe que el aliento de los suyos es su propio aliento.
El enemigo sobrevuela sobre su lecho de enfermo, espera, desespera y aletean sus alas negras mientras de su pico salen los proverbios que invitan a un descanso eterno.
“Rendíte de una vez”, dicen los carroñeros con un texto maloliente.
Pero el hombre, el militante, el que comparte el pan y el paño, sabe que él se muere sólo en la desigualdad, en la desesperanza del que no tiene nada que ganar ni que perder, en la entrega infame a los poderosos, en la desaparición de la palabra vida, en la capucha del torturador y su mandante.
El militante descuelga los cuadros de los genocidas y sabe que está saltando sobre el filo de la historia y que de ahora en más no hay ni puede haber vuelta atrás.
Descorre todos los cortinados del poder, invita al desparpajo, sueña una noche que se encuentra con Rodolfo Walsh en la esquina de San Juan y Entre Ríos y el periodista de verdad, el peronista, el revolucionario, le dice con voz de mando “andate flaco, vos venís después” y despierta sudando nostalgias de otros tiempos lejanos, allá en La Plata, con Néstor Sala, Carlos Labolita y con el Pato Tierno y otros compañeros que desaparecieron con la dictadura.
Y si vino después, como quiso Rodolfo en aquel sueño, como quiso la historia colectiva, la suya propia y la de su mujer, que se la aguanten entonces, por que vino a honrar la vida para siempre de los treinta mil que se llevaron. Pero mucho más que eso, vino a honrar la vida de los que reclaman con sus bocas desdentadas y de sus madres y del futuro que nos hermana a todos.
El domingo amanece de a poquito en la ciudad.
En el barrio de Palermo, en la ciudad de Buenos Aires, una bandada de pibes, a quien llaman “La Cámpora”, le hace el aguante al hombre que vino a rescatarlos del olvido.
Quisieran cantar muy fuerte para que él los escuche, pero saben que no es prudente despertarlo. Y entonces, todos miran en silencio hacia una ventana invisible, como queriendo que de pronto se abra y él salga a saludar como lo hizo Perón con otros pibes, en los años setenta.
“Todo está bajo control” dice Oscar Parrilli y el alma vuelve al cuerpo en la fría madrugada de este 12 de septiembre del Bicentenario.
Alguien me abraza y me dice cómplice al oído: “zafamos, como aquella vez”
La alegría es plural y no duerme esta noche ni mañana ni nunca, esperando el alta.
El militante Néstor Kirchner se prepara para volver a empezar.
El Argentino, 13 de septiembre de 2010
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