Todo pasa
vertiginosamente entre nosotros.
En menos de
diez días murió el Comandante Hugo Chávez, los ingleses hicieron el referéndum
en Malvinas, ardió la ciudad de Junín y el Vaticano eligió un Papa argentino.
Que
lloremos a Chávez y lo llevemos de bandera, como a Néstor Kirchner, se
entiende.
Que denunciemos
la maniobra británica por ilegal y trucha, se entiende.
Que nos
preocupemos por las causas que empiezan a explicar la violencia y el desgobierno
en Junín, se entiende.
Que los
genocidas, por un lado y los opositores políticos, por otro, se cuelguen de la
sotana de Francisco el Papa para ver si zafan, unos de la cárcel y otros del
castigo de las urnas, se entiende.
Lo que no
se entiende es ese afán sobreactuado de, oficialistas algunos, opositores
otros, por querer mostrarse más papistas que el Papa.
Los códigos
de la política y la diplomacia de Estado indican que es de buen gusto y de civilizados
saludar al ungido en Roma, desearle éxitos en su misión y predisponerse a
acompañar sinceramente todo lo que de bueno sea para su rebaño de fieles e
infieles, hijos todos de Tata dios.
Pero las
buenas costumbres no están reñidas con la memoria.
El que
ocupa ahora el trono de San Pedro es el mismo Bergoglio que fuera denunciado
por familiares y víctimas de la represión durante la dictadura cívico-militar.
Y es el
mismo directivo de la Universidad del Salvador cuando allí se premió al
genocida Massera.
Y es el mismo
que disparó munición gruesa contra los gobiernos de Néstor y Cristina cuantas
veces se le vino en ganas.
Y es el
mismo que acusó a la ley de matrimonio igualitario de ser parte de un plan del
diablo contra dios.
Como si se
olvidaran mágicamente de estos datos duros, algunos creen que 115 cardenales
son capaces de borrar las huellas dactilares del pasado de Bergoglio y
santificarlo con una fumata de humo blanco. Y no es así.
Si se llama
Francisco es porque precisamente viene a reparar la casa que se hunde, que no
es la Casa Rosada donde habita la representación del pueblo de su patria
original, sino la Casa de la Iglesia que es el Vaticano y las mil y una
catedrales y capillas donde se produjeron los casos atroces de corrupción y
pedofilia.
Es de una
mediocridad que espanta ver a dirigentes que se muestran de buenas a primeras
como pasionarios jesuitas, chauvinistas clericales de la primera hora.
¿Qué
necesidad hay de hacerlo? ¿O acaso alguien piensa que este proyecto de
país en democracia se forjó al calor de la jerarquía eclesiástica o de otra
jerarquía distinta a la que emana de nuestro propio pueblo?
Tampoco se
pretenda que sean las Madres ni las Abuelas ni los Hijos ni los que siempre bancaron
la defensa irrestricta de los derechos humanos quienes deban convertirse y recitar ahora los nuevos mandamientos de Bergoglio. Es
él quien debe desandar, si lo desea, la distancia que mantuvo con el dolor de
un pueblo cuando arrojaban Cristos y Magdalenas al mar y al río.
El desvelo
de los militantes populares debería pasar por estar al lado de los que no
aceptarán jamás reconciliarse con sus verdugos. A ellos hay que acompañarlos,
siempre.
Toda la
buena onda con el Papa. Que le vaya bien así en el cielo como en la tierra, o
sea, ante los tribunales de la justicia humana que juzga los crímenes de la
dictadura y sus complicidades.
Memoria,
verdad y justicia vale para todos.
En el
intento de elevar el análisis de la realidad, preferimos analizar el contexto histórico donde suceden las cosas,
más allá de las personas.
Desde esta
mirada, estamos convencidos que esta América Latina del siglo XXI, con sus más
y con sus menos, provoca que un poder como el de la Iglesia católica tenga la
necesidad de proclamar soberano a un hombre de sotana criolla.
¿Será para
frenar el cambio de época o para profundizarlo?
Quí lo sá. Pronto
lo sabremos. Pero si la región fuese un cero a la izquierda en el tablero
mundial ¿a quién le importaría poner allí un Papa, sea conservador, progre o
peronista?
El mundo
actual es geopolíticamente diferente al de los años ochenta y noventa del siglo
pasado cuando sucedió, por ejemplo, la
caída del Muro de Berlín.
La
hegemonía cultural del neoliberalismo conservador, la desaparición del campo
socialista y la retirada de los movimientos nacionales populares fueron sus rasgos
distintivos.
Traspolar
aquella situación liderada religiosamente por Wojtyla con esta de ahora,
es un punto de fuga en cualquier
análisis que presuma de serio. Una mesa chica de cardenales, banqueros y
estrategas de papiro lo podría intentar, claro que sí.
Pero si ellos
no cambiaron, tendrían que entender que el mundo sí cambió. Empezando por
América Latina.
Una
metáfora fue la escarapela de la santa madre iglesia prendida en la solapa de
los genocidas juzgados por lesa humanidad.
Lo cierto
es que la Presidenta de los argentinos asistirá a la coronación del nuevo Papa, como
corresponde a su investidura, encabezando una delegación genuinamente plural y
nacional. Y vaya si la historia gusta de las paradojas: la que festeja como un
triunfo propio la designación de Bergoglio es la derecha conservadora en
cualquier variante opositora, de derecha
a izquierda y viceversa. Pero la que convoca a Roma, en tanto Jefa de la nación
y el pueblo, es Cristina. ¡Ole!
De Clarín y
La Nación y sus repetidoras no hay nada nuevo que decir.
Si son más
ingleses que los ingleses ¿por qué no habrían de ser más franciscanos que
Francisco?
El problema
para esta oposición mediática es que a meses de volver a las urnas, los que eligen
diputados y senadores no son los 115 cardenales que eligieron a Bergoglio, sino
un padrón de votantes de 30 millones de personas. Y allí te quiero ver.
Sus golpes
de efecto propagandístico duran menos que un suspiro. Viven de espejismo en
espejismo y para colmo, la Presidenta nunca cae en sus emboscadas. Hace
política. Construye. Dialoga con su pueblo. Camina el territorio.
Tanto camina
que ahora va hasta el Vaticano a saludar,
como se debe, a un Papa nacido en la Argentina, como ella.
Miradas al Sur, domingo 17 de marzo de 2013
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