domingo, 10 de marzo de 2013

Cuando América Latina fue una capilla ardiente



La muerte del Comandante Hugo Chávez, como antes la de Néstor Kirchner, tienen el raro privilegio de hacer más luminosa la mañana en todo el continente.
Ahora los días son más claros, no hay forma de perderse. “El camino te lleva”, dicen los que conocen el rumbo y el destino.  
Ahora sabemos de qué se trata este asunto de andar cortando amarras con lo peor del pasado.
Ahora sabemos de qué lado corren los vientos de la historia y de cómo se paran los distintos actores en el escenario de la vida.
Este es el fin de ciclo de las máscaras del neoliberalismo en nuestro continente.
Por eso nos negamos a banalizar, en este contexto, las declaraciones de Hermes Binner y Mauricio Macri mofándose del líder venezolano. Que es eso lo que hicieron a horas de su muerte.
Ambos están, apenas, verbalizando lo que ejecutarían de ser gobierno alguna vez en la Argentina. Y esa confesión no es para asombrarse ni escandalizarse.
Es para estar prevenidos nomás.
Ahora todos sabemos quiénes producen, quiénes trabajan, quiénes se desvelan por sus pueblos y quiénes no.
Los primeros están creando una nueva cultura liberadora en América Latina.
Los segundos sólo son especialistas en organizar eventos de ocasión para su efímera fama. 
Estamos asistiendo al desenlace final de un ciclo de la democracia formal. Hablamos de esa democracia experta en cuidar las formas y en mantener los privilegios del poder económico.
Chávez en Venezuela y Kirchner en la Argentina fueron capaces de juntar todos los pedacitos de nuestra alma fragmentada. Y con eso amasaron esta nueva democracia inclusiva. Lo hicieron juntos y a la par, como dice la canción. En ese espejo nos queremos ver desde hoy y para siempre. Y desde allí tener la autoridad y el argumento para saber lo qué queremos ser en esta encrucijada de la historia.
Ni Kirchner ni Chávez nos dejaron la chance de perdernos en la duda existencial o la incertidumbre política sobre el camino a seguir. Todo depende de nosotros, de las mujeres y los hombres que componemos ese maravilloso colectivo al que volvimos a llamar por su verdadero nombre: pueblo.
Que ahora podamos decir con orgullo y dignidad que “Somos pueblo” y que “Tenemos patria” enuncian mejor que ninguna otra expresión el recuperado patrimonio cultural de nuestras naciones, ese que fuera ocultado, robado, desaparecido, masacrado, hambreado y perseguido durante cien años de soledad por las oligarquías locales que se dedicaron a romper el espinazo de la América Latina y el Caribe para ejercer su dominio. 
La historia viene acelerando desde que se juntaron Cristina y Néstor con Chávez, Lula, Dilma, Evo, Correa, Mujica, Lugo.
No sólo se parecen a sus pueblos, como dijo alguna vez Cristina, sino que caminan con la velocidad y la cadencia de la historia grande. Y esto plantea un desafío enorme para quienes habitamos el ancho y largo territorio latinoamericano: caminar unidos con ese mismo ritmo.
Sólo así la muerte y el dolor no serán en vano.
Sólo así se podrá consolidar cada tramo del camino construido. Sólo así ahuyentaremos los fantasmas del pasado. Sólo así no habrá lugar para que empolle sus huevos esa derecha rabiosa y deshumanizada que acecha entre las sombras.
Para entender el salto que hemos dado en estos últimos años no abusaremos de datos estadísticos ni de consignismo alguno. Diremos sí que aquella América desigual y descentrada que provocó el neoliberalismo, ya no es tal. La desigualdad, aunque contenida y reducida paulatinamente, nos sigue doliendo en el centro del pecho latinoamericano. Pero con Chávez y Kirchner y con el MERCOSUR, la UNASUR y la CELAC, ya no estamos descentrados como antes.
Ese es el salto colectivo que hemos dado después de superar las inclemencias de un tiempo bicentenario.  
Hace 40 años, para estas horas, nos aprestábamos aquí a recuperar la democracia arrebatada por las dictaduras. Fue una primavera tan fugaz como apasionante.  
La primavera camporista. 
¿Cuál es la diferencia con estos nuevos tiempos? Que ahora aprendimos que sólo en la unidad de todo el continente, somos y seremos un mismo y poderoso puño para defendernos de cualquier dominación. Pero no es lo único nuevo. Ahora sabemos que la lucha es política y democrática. Y recuperamos el Estado para las mayorías. Y lo defendemos sin pudor alguno.
“Hemos roto el maleficio del odio y la derrota” exclamó el presidente en funciones, Nicolás Maduro, en el último adiós a Chávez. Venía hablando del calvario de los Libertadores de nuestra América morena. Traicionados. Derrotados. Exiliados. Asesinados. Luego alumbró ante los presentes los 5 Mandatos que dejó Hugo Chávez para su pueblo:
Mantener la Independencia que hemos conquistado.
Construir el socialismo americano del Siglo XXI.
Construir a Venezuela como un país potencia dentro de la gran potencia de la América unida.
Construir un mundo de equilibrios, de paz y sin imperios, como enseñó Bolívar.
Contribuir a la preservación de la vida y la especie humana.
Reflexionando sobre estos Mandatos enunciados por Maduro, es más fácil darse cuenta que si la ruptura que quedó inconclusa con las clases dominantes se produjo por primera vez cuando alumbraba el siglo XIX, es sólo ahora, en este nuevo siglo, que estamos en condiciones de sostenerla en el tiempo y el espacio que se propongan los pueblos.  
La historia nacional de la Patria Grande por fin se ha liberado de las ataduras y dogmas  que impusieran los antiguos vencedores.
Los venezolanos se reencontraron con Simón Bolívar.
La Argentina se reencontró con San Martín y Belgrano.     
Bolivia se reencontró con Tupac Amaru y Tupac Katari.
El Uruguay que bulle contra la impunidad, corea el nombre de Artigas.
Tardamos 200 años para reconstituir la historia como nos debíamos y les debíamos a los   padres fundadores.
Que por varios siglos más alumbren desde ahora, en manos de las nuevas generaciones, los nuevos próceres de nuestras democracias inclusivas.
Que descansen en paz Chávez y Kirchner. Nosotros no.
Hay mucho por hacer.  

Miradas al Sur, domingo 10 de marzo de 2013




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