La tragedia
es el origen y la razón de ser de la política.
Ahora que
estamos dolidos y rabiosos por las muertes y las víctimas del temporal de
lluvia en La Plata y en la Ciudad de Buenos Aires.
Ahora que
denunciamos las obras que no se hicieron y ni siquiera limpiaron la
alcantarilla de la esquina.
Ahora que los
miserables se muestran sin tapujo como lo que son.
Ahora que la
tragedia es usada para reforzar el odio contra el gobierno de Cristina y salvar
en simultáneo la imagen amarilla de Macri y sus ministros paseanderos.
Ahora que
nos duele hasta los huesos la muerte de Lucila Ahumada, la Abuela de Plaza de
Mayo ahogada en el temporal, como nos duele y repugna que un titular de Clarín
la desaparezca bajo el agua como hicieran con su hijo.
Ahora que la
TV se encarga de saturar la pantalla con
un dolor impotente y carga contra la política, en general y La Cámpora, en
particular, mientras resalta la caridad anónima como única respuesta posible
ante semejante drama.
Ahora es
tiempo de preguntarnos entre todos para qué carajo sirve la política.
Cuando
Néstor Kirchner supo que iba derecho a la Rosada y que urgente debía armar
equipos de gobierno y tomar decisiones trascendentes, supo por sobre todas las
cosas, que debía lidiar con la tragedia que heredaba de una democracia a la que
hacía tiempo le habían vaciado los ojos.
Para que la
mirada sea propiedad exclusiva y excluyente de los poderosos que escribían la
agenda pública.
La dictadura
se había encargado de la faena vaciadora. La democracia tutelada la completó.
En el 2003
veníamos de la peor tragedia humana que haya afrontado jamás nuestro país.
Veníamos de los 30 mil desaparecidos; el hijo, la nuera y el nieto o la nieta
de Lucila entre ellos, pero también de un país con las costillas quebradas y la
médula social fragmentada hasta el tuétano después de aquel diciembre del 2001.
¿Y qué hizo Kirchner? Se hizo cargo del conflicto y la tragedia hasta elevarlos
a la categoría de razón de ser de su acción de gobierno. No modeló el conflicto y mucho menos lo negó.
Se hizo cargo con lo poco que tenía y se largó al camino sabiendo que desde
algún lugar de la memoria popular se reconstruiría una hoja de ruta para
renovar la esperanza colectiva.
Y empezamos a andar.
Este proceso
político abierto en la Argentina y en América Latina se construyó del mismo modo,
sobre la desesperanza y las arcas agotadas por el neoliberalismo dominante
durante varias décadas.
La tragedia,
entonces, estuvo en el origen de la recuperación de la política y por eso
mismo, la política fue entendida como la épica de un pueblo. Si así no hubiese
sido, si Kirchner se hubiese escudado en la magra relación de fuerzas que lo
asistía, no habríamos dado ni un paso para la reconstrucción de un país
literalmente devastado.
Cristina fue
aún por más. Salidos de aquel pozo original era consciente que los poderes
fácticos que provocaron la tragedia colectiva desde 1976 en adelante, andaban
vivitos y coleando entre nosotros. Había que ir por ellos para redistribuir la
riqueza y el ingreso. Había que juntar más fuerzas con los países hermanos en la
Patria Grande. Había que reparar derechos e inventar otros nuevos que no estaban
inventados.
La lista es larga
y cada cual está en su sano juicio de confeccionarla a su antojo. Lo cierto es
que crecimos en casi todos los frentes. Argentina es el país que más creció en
el último lustro superando cualquier record en su propia historia de 200 años.
Pero las
tragedias son partes constitutivas de la condición humana. Irreparables.
Dolorosas. Angustiantes. Y tan
desbordantes como el Arroyo Del Gato del barrio Tolosa en la ciudad de La
Plata.
Y es aquí
donde nuevamente aparece la política como acción o inacción.
Y es aquí
donde la anti-política de los medios es la política vacía de pueblo y
militancia; como si la caridad de los poderosos se reservara el derecho de
admisión. Una canallada tan profunda como la de los funcionarios y políticos
ausentes al momento que más se los necesitaba.
Con este
punto de coincidencia haremos una patria, diría Jauretche.
Allí está
Cristina chapoteando el barro junto a los vecinos. No se quedó en el cálculo de
si convenía o no para su imagen exponerse a alguna que otra puteada de una
vecina angustiada. No se atemorizó ante el informe que le indicaba que había
patotas violentas de una derecha extraviada esperándola para provocarla si pisaba el
territorio de la desolación. Se mandó. Y se abrazó con todos.
Repasemos
nuevamente ese momento porque allí estuvo en vivo y en directo la política.
Todo lo demás es puro palabrerío.
Algo
semejante sucedió con Alicia Kirchner, con Sergio Berni y con la militancia
kirchnerista de La Cámpora, Kolina, Movimiento Evita y Unidos y
Organizados.
Ahora viene
un desafío mayor ya que no se trata de ser caritativos hoy e indolentes mañana.
Ni se trata de provocar la lluvia y después repartir paraguas. Ni se trata de
imponer conductas antisociales y anti-solidarias y declararse después compasivos con los inundados.
Hacer
política es transformar la realidad con el infinito amor de los más humildes.
Una sociedad
democrática movilizada y participativa será garantía de continuidad en la
acción transformadora.
Un Estado
nacional que esté presente siempre y mucho más a la hora que suenan las alarmas
del desamparo, que abraza, que asiste, que denuncia, que representa a los que
más sufren, es la otra garantía.
Y la
principal garantía, quizá, sea ese piberío militante que trajina el barrio de
sol a sol todos los días del año y que cuando ocurre una tragedia como esta,
reparte frazadas, agua y pañales, mientras contagia la necesidad de organizarse
territorialmente para evitar en el futuro otro dolor así.
La política
ya no se avergüenza de sí misma, por eso usa pecheras con orgullo y dignidad.
Una tragedia
nos puede quebrar o nos puede hacer crecer. Al fin y al cabo, somos lo que
hacemos con nuestras propias tragedias.
Felizmente,
hay voluntad suficiente para seguir haciendo un país más justo.
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