Un día como hoy pero de 1989, caía a golpes de maza y martillazos populares, el Muro de Berlín. Símbolo de la discordia entre dos sistemas que alguna vez se disputaron el planeta y el futuro.
El mundo socialista y el mundo capitalista.
Fue tan estrepitosa la caída que durante un tiempo largo se tejieron entusiastas perspectivas que giraban sobre el fin de las ideologías, el reinado de la verdad absoluta, el principio de una justicia global.
Hasta el fin de la historia se auguró entonces.
Sin embargo, el capricho de la historia, el libre juego de la oferta y la demanda de los intereses dominantes, torció el destino hacia otro lado.
Con la caída de aquel Muro cayeron las estructuras rígidas y burocráticas del llamado socialismo real, un modelo anacrónico y anquilosado que no supo o no quiso abrir las ventanas y las puertas de su propio mundo para que entre el aire de libertad que los pueblos siempre reclamarán mientras sean pueblos.
Sobre esa debilidad actuó el constante ametrallamiento mediático de las potencias capitalistas que no cesaron en echar ácido sobre cada llaga que le descubrían al principal enemigo de la guerra fría, el gigante soviético.
El sistema triunfante, pronto estableció un mundo unipolar, con un solo discurso dogmático y una sola forma de reproducirse, que fue la forma financiera y especulativa, donde el dinero dejó de ser un combustible para la producción y la creación de riqueza para ser un fin en sí mismo.
Veinte años después, ese mundo neoliberal también estalló por los aires, arrastrando en la caída a bancos, empresas, industrias, comercios, gobiernos.
Pero por sobre todo a millones de trabajadores que quedaron a la intemperie por el desempleo y el derrumbe financiero.
En esa instancia de crisis mundial estamos hoy. Con un mundo tan ancho y ajeno como entonces, pero multipolar y preñado, tanto de acechanzas como de utopías.
Es que el neoliberalismo no se rinde fácilmente. Sus poderosos intereses están allí, acosando pueblos y gobiernos. En particular a los de nuestro continente latinoamericano.
Apuntan hacia dos presas muy codiciadas: los recursos naturales, para conquistarlos y los gobiernos progresistas, para derribarlos.
Por ahí anda la suerte de nuestra América Latina.
Con Néstor Kirchner primero y con Cristina ahora, juntando fuerzas con los presidentes de la región que empujan el carro de la historia hacia el mismo lado de justicia y equidad para sus pueblos.
En esta encrucijada, los poderes reales no se retiran de la escena. Por el contrario. Resisten y levantan muros contra el desarrollo y la inclusión social.
Todos los días lo hacen. Cada titular de catástrofe es un muro de impunidad.
Levantar muros siempre fue una marca de los poderosos. Desde el mundo antiguo hasta ahora, siempre fue así.
Y estos muros sí que no se derrumban como el de Berlín, que en el afán ilusorio de custodiar un país de iguales, terminó por convertirse en un frágil vallado contra el imaginario de igualdad que vendieron con mejor marketing los padres de la desigualdad capitalista.
Muchos de los que festejan la caída de aquel triste e injusto muro, son los que hoy levantan otros muros de injusticia en el país.
Muros contra la asignación universal por hijo.
Muros contra la posibilidad de empleo decente para cientos de miles de compatriotas que aún sufren el flagelo del desempleo indigno.
Muros contra una reforma política que ayude a construir un sistema de partidos más representativos y democráticos.
Muros para defender la regresiva distribución del ingreso impuesta con el golpe cívico militar de los genocidas y consolidada con el menemismo.
¿Estarán todas las expresiones progresistas, nacionales y populares, con la madurez necesaria para colaborar con el Gobierno a derribar esos muros?
Ojala que sí.
Aunque las declaraciones de histeria antidemocrática de algunos dirigentes parecen hechas con el cemento de esos mismos muros.
Jorge Giles. El Argentino. 09.11.11
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