La muerte de Néstor Kirchner está provocando tres estados de ánimo que configuran el nuevo escenario político y social de la Argentina. A saber:
*El inmenso dolor de un pueblo.
*La entusiasta búsqueda de unidad en las filas del oficialismo.
*El mayor desconcierto conocido hasta ahora en la oposición antikirchnerista.
Como si una ráfaga de viento patagónico tirara del mantel, todo lo que estaba de frágil sobre la mesa cayó irremediablemente sin tener ningún soporte que lo evite, dejando en pie sólo aquellas piezas que se demostraron consistentes.
La oposición ubicada en las antípodas del gobierno nacional ha entrado en un estado de dispersión que ahonda la confusión de miras que ya traían antes de la tragedia.
Acaban de reconocerle a Kirchner el legado de recuperar el valor de la política, como si fuera el utensilio mayor que quedó a salvo en aquella mesa.
Pero no alcanza con ese reconocimiento si es que quieren crecer sinceramente.
Deberían preguntarse para qué se recuperó ese poder sublime de la democracia que es la política, como herramienta de transformación de la realidad.
En las respuestas posibles, estarán algunos de los ingredientes de la carpeta asfáltica con que habrá que sellar definitivamente el segundo piso irrenunciable de esta etapa democrática: un modelo de país más justo e inclusivo, con valor agregado, con consumo interno, con más y mejor Estado.
La política concebida por el militante que se está yendo sólo servía si lograba cosas tan básicas y humanas como que la gente coma, se eduque, se cure y no sea apaleada por la represión. Y para lograrlo, Kirchner sabía que debía recuperar el Estado para la nación y el pueblo, actuando en tres dimensiones complementarias: enfrentando a los dueños del poder que eran los dueños exclusivos de la agenda política, representando el pliego de reivindicaciones sociales y unificando fuerzas con todo el continente latinoamericano.
La política sirve para eso o se transforma apenas en un remedo de ella; una política declarativa pero vacía, sin alma, sin causas, sin rebeldías. Sin voluntad.
Kirchner entendió antes que nadie que había que juntar todos los fragmentos que habían quedado dispersos después de nuestra propia catástrofe política y social en el 2001. Pero no emprendió la tarea apuntando contra los adversarios partidarios que eran y son, en el peor de los casos, gerentes del verdadero poder.
Kirchner cubría sus espaldas con el pueblo y hasta la descuidaba con sus adversarios porque prefería dejar el resto de sus fuerzas apuntando frontalmente y peleándose con el poder verdadero, el que nos dominó durante cinco décadas, el que es dueño de las corporaciones mediáticas, el que quiso imponernos el ALCA, el que se robaba la plata y los sueños de los trabajadores y los jubilados con las AFJP.
Que lo juzguen a Kirchner, si se animan, pero no podrán negar que construyó un poder de fuego democrático con el fuego encendido en las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 y en la masacre del puente Avellaneda con Kosteki y Santillán.
Que lo juzguen a Kirchner, si se atreven, pero admitiendo que fue el primer presidente que corrió los pesados cortinados que ocultaban al verdadero poder que nos sometía.
Él se atrevió a hacerlo construyendo poder democrático desde abajo, para apuntar contra los poderosos, se llamen como se llamen.
Ahora bien, como delimitó a sus contrincantes y supo distinguir al enemigo principal del pueblo de los circunstanciales adversarios políticos, le dejó a sus seguidores anotado en el cuaderno de deberes, no el “qué hacer” del día a día, sino el rumbo inalterable de un proyecto colectivo. Por eso no hay confusión en el oficialismo.
Sólo hay dolor por la ausencia del que amaban más.
Y hay, además, una unidad inquebrantable junto a la Presidenta de la Nación, lo que es decir, una unidad que cierra filas en torno al proyecto de país que ella conduce desde el timón del gobierno y el Estado.
Es tan sólida esta unidad que provoca a su vez dos movimientos simultáneos en el complejo espacio kirchnerista: abre las puertas de su frente para ensanchar con más pueblo la defensa del modelo y cierra las del fondo, las del pudor político, para que no se vaya nadie en medio de tamaña circunstancia.
Los finos analistas que temieron y previeron “la agudización de las contradicciones en el peronismo” con la muerte de Kirchner, olvidaron groseramente un detalle: esas contradicciones no están adentro del campo oficialista sino afuera de él. El llamado “peronismo federal”, que nuclea a las expresiones afines con lo que fue la derecha peronista, hace rato que hizo su campamento fuera de las fronteras populares y acaba de reafirmar ese lugar.
No tienen futuro alguno. No tienen pueblo peronista para interpelar a su favor cuando ese pueblo ya se manifestó por unanimidad, despidiendo a Kirchner y defendiendo a Cristina y su gobierno.
Sí es muy posible que haya corrimientos de la dirigencia media de esa y de otra oposición hacia las filas del kirchnerismo.
Habrá que ser muy generosos en esta etapa para recibirlos a todos con los brazos abiertos. Pero sin cometer dos pecados que pueden ser letales para la suerte del proyecto nacional: ni compartir la conducción estratégica con los advenedizos ni descuidar la gestión de gobierno.
Esta etapa será de crecimiento social vertiginoso para el kirchnerismo y por tanto, lo llevará a enfrentarse y tener que resolver dilemas que pueden resultar novedosos.
Deberá asegurarse la construcción de nuevas herramientas que posibiliten el libre fluir de las energías desatadas y que se expresan hoy en el nuevo sujeto social que irrumpió en la escena: una nueva generación de jóvenes.
No para aprisionar esa energía social ni para encuadrarlas en los viejos conceptos aparatistas de la burocracia política, sino para que cumplan con su mandato histórico, que es el de crear, inventar, revelar, descubrir, fundar una nueva cultura política, un nuevo país, una nueva ciudadanía.
En esa larga marcha nacional y popular nos necesitamos todos, más allá de un carné partidario.
Miradas al Sur, sábado 6 de noviembre de 2010
1 comentario:
Acuerdo en todo con el artículo. Un abrazo, María Rachid.
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