Hay muertos que se pierden para siempre y muertos que vuelven a nacer.
Néstor Kirchner tiene un poco de ambos. Pero un poco más, del que nació de una vez y para siempre.
Desafiante, como fue en su paso por la vida, desde el 27 de Octubre de 2010 nos desafía a todos con su partida. Porque es cierto que ya no está y no estará jamás físicamente entre nosotros; así lo determina, irremediablemente, la biología. Pero al mismo tiempo, vuelve a estar presente en todos los rincones donde se respire vida, donde se construyen sueños, donde los retobados contra la injusticia tengan algo que decir, en cualquier lugar del mundo.
Néstor Kirchner murió y volvió a nacer.
Para entenderlo, hay que saber que estas son cosas inherentes a la pasión.
El que vive sin tener banderas desplegadas, con mística y razones para defender, difícilmente pueda trasponer de vuelta ese túnel del tiempo que es la muerte.
Se ha dicho y escrito en este largo mes que parece un siglo por todos los cambios producidos, que Kirchner vino a devolvernos la política como herramienta de transformación en las manos del pueblo. Y es cierto.
Se ha dicho que, a fuerza de voluntad, rompió la lógica del posibilismo entronado después del genocidio y el neoliberalismo. Y también es cierto.
Pero hay un signo político distintivo en él que lo abarca todo: no se equivocó jamás cuando debió identificar a sus enemigos y no se equivocó, en consecuencia, cuando eligió a sus amigos.
Kirchner peleó contra los que tenía que pelear desde el primer día de su mandato. Supo desde un principio que ese bastón presidencial que hizo bailar entre sus manos, era apenas el símbolo de un poder de madera para el que llegara con los votos del pueblo a la Casa Rosada. El poder de verdad, ese que no es de madera, estaba y está en otro lado. Y hacia ese lugar clavó su mirada.
Si no se entiende esta comprensión que Kirchner tenía de la política como oficio y arte, como militancia y deber patriótico, poco o nada se entenderá de él.
Pongamos atención a esa imagen fotográfica donde Kirchner se lanza desde un escenario de tablón popular hacia las miles de mujeres y hombres que lo vivaban y lo esperaban con los brazos abiertos. Tratemos de apreciar la alegría en su rostro, casi aniñado en ese preciso momento. ¿Saben el por qué de esa alegría? Porque estaba construyendo poder popular en ese salto, mezcla de rockero setentista y héroe colectivo como El Eternauta.
Si él veía luego un mohín de reproche de quienes lo cuidaban, pidiéndole “Néstor, cuidate un poco más”, respondía que el vacío que los poderosos habían generado entre el pueblo y sus representantes, lo cubriría de cualquier manera y esa zambullida en la multitud, era sin dudas, una de ellas.
Desde esa recomposición del tejido social, rasgado por destierros y penurias, Néstor se nutría de la energía necesaria para enfrentar al viejo poder.
Por eso el enemigo de la democracia, el que mueve los hilos y escribe la agenda política con el monopolio de la palabra, montó su campaña más feroz después del exterminio para enjuiciar al presidente militante que osó enfrentarlo por primera vez en cincuenta años.
La primera gran batalla ganada por Néstor, fue hacer añicos a la teoría de los dos demonios. Y eso no le perdonarán jamás los cancerberos del olvido y la injusticia.
Es decir, Kirchner no recuperó la política por que sí; ni en su estética consensuadora ni en su forma belicosa. La recuperó porque siempre fue conciente que la política es el arma que tienen los pueblos para cambiar sus vidas; para enfrentar, justamente, a los que tienen otras armas con igual o más poder de fuego; para transformar la realidad y hacer posible un país inclusivo. Y porque creía que la política estaba para incomodar a los poderosos, no para adularlos ni servirles dócilmente.
Para eso estaban sus gerentes, decía.
Era una maravilla verlo y escucharlo cuando tejía y destejía sus pareceres sobre distintos temas políticos y sociales.
Muchos lo subestimaron como si fuera un caudillejo de provincia. Se dieron cuenta tarde que ese militante era el último eslabón de una generación masacrada que sentía que debía cumplir un mandato histórico inconcluso: hacer grande la nación y feliz a su pueblo. Para lograrlo, no sabría de descanso ni vacaciones largas ni de fiestas impúdicas mezclado con la hipocresía de la vieja política.
El tablero de Kirchner, allí donde analizaba y decidía sus movimientos diarios y de largo plazo, fue un tablero de una dimensión cualitativa absolutamente distinta a los antes conocidos.
Si las piezas que él movía eran las que representaban a la política, jugando a favor de los intereses populares, las piezas contrarias eran las del poder autoritario y antidemocrático. No se entretenía en disputas chiquitas con adversarios que también eran piezas de la política como lo era él.
Y entonces, aunque lo humillaran, no confundía nunca al enemigo.
La chatura política, la mediocridad intelectual y la colonización ideológica de los opositores partidarios, no le brindó mucho margen para entusiasmarse.
Apeló a la poética maoísta de “Que florezcan mil flores” para que nadie, mucho menos los jóvenes, se dejen tentar por propuestas que remiten a desviaciones arcaicas de la acción política; maniquea, cerrada, autista, sectaria.
“Hay que agrandar la cancha, hay que sumar y sumar” decía siempre entusiasta, como un DT de fútbol.
A esos mismos jóvenes que hoy lo heredan digna y colectivamente, les aguarda el desafío de capacitarse para gobernar este futuro que llegó al galope. Hay que recordar a Kirchner, mirando hacia delante, allí donde él miraba.
Un Kirchner conductor de sueños, líder de los pibes y los trabajadores, el militante enamorado de la vida que dejó en la mochila de su compañera, Cristina, su propio bastón de mariscal de pueblo. No se lo llevó con él. Hasta en el último gesto fue un hombre generoso.
La etapa abierta está llena de certezas y nuevas incertidumbres. Valorar la participación de la juventud, como en estos días es posible hacerlo, es siempre una certeza mayor en el devenir histórico. Saber que en el centro de la representación popular y del alma de esta nación, hay una Presidenta como Cristina llevando en alto estas banderas, es la otra certeza que asegura el porvenir. De las incertidumbres, se irá encargando el tiempo. Y la inteligencia colectiva que sepamos construir.
El legado de Néstor irrumpe en nuestros cielos como una luz de bengala. Por eso no nos podemos perder. Ni lo debemos hacer; por su memoria y la de los 30 mil compañeros suyos, tuyos, nuestros.
En su libro de poemas, “El olvido está lleno de memoria”, Mario Benedetti cita una frase de Rafael Courtoisie que dice: “Un día, todos los elefantes se reunirán para olvidar. Todos, menos uno”
Ese fue Néstor Kirchner, el constructor de los nuevos paradigmas, como lo llamó certeramente Cristina.
Néstor Kirchner tiene un poco de ambos. Pero un poco más, del que nació de una vez y para siempre.
Desafiante, como fue en su paso por la vida, desde el 27 de Octubre de 2010 nos desafía a todos con su partida. Porque es cierto que ya no está y no estará jamás físicamente entre nosotros; así lo determina, irremediablemente, la biología. Pero al mismo tiempo, vuelve a estar presente en todos los rincones donde se respire vida, donde se construyen sueños, donde los retobados contra la injusticia tengan algo que decir, en cualquier lugar del mundo.
Néstor Kirchner murió y volvió a nacer.
Para entenderlo, hay que saber que estas son cosas inherentes a la pasión.
El que vive sin tener banderas desplegadas, con mística y razones para defender, difícilmente pueda trasponer de vuelta ese túnel del tiempo que es la muerte.
Se ha dicho y escrito en este largo mes que parece un siglo por todos los cambios producidos, que Kirchner vino a devolvernos la política como herramienta de transformación en las manos del pueblo. Y es cierto.
Se ha dicho que, a fuerza de voluntad, rompió la lógica del posibilismo entronado después del genocidio y el neoliberalismo. Y también es cierto.
Pero hay un signo político distintivo en él que lo abarca todo: no se equivocó jamás cuando debió identificar a sus enemigos y no se equivocó, en consecuencia, cuando eligió a sus amigos.
Kirchner peleó contra los que tenía que pelear desde el primer día de su mandato. Supo desde un principio que ese bastón presidencial que hizo bailar entre sus manos, era apenas el símbolo de un poder de madera para el que llegara con los votos del pueblo a la Casa Rosada. El poder de verdad, ese que no es de madera, estaba y está en otro lado. Y hacia ese lugar clavó su mirada.
Si no se entiende esta comprensión que Kirchner tenía de la política como oficio y arte, como militancia y deber patriótico, poco o nada se entenderá de él.
Pongamos atención a esa imagen fotográfica donde Kirchner se lanza desde un escenario de tablón popular hacia las miles de mujeres y hombres que lo vivaban y lo esperaban con los brazos abiertos. Tratemos de apreciar la alegría en su rostro, casi aniñado en ese preciso momento. ¿Saben el por qué de esa alegría? Porque estaba construyendo poder popular en ese salto, mezcla de rockero setentista y héroe colectivo como El Eternauta.
Si él veía luego un mohín de reproche de quienes lo cuidaban, pidiéndole “Néstor, cuidate un poco más”, respondía que el vacío que los poderosos habían generado entre el pueblo y sus representantes, lo cubriría de cualquier manera y esa zambullida en la multitud, era sin dudas, una de ellas.
Desde esa recomposición del tejido social, rasgado por destierros y penurias, Néstor se nutría de la energía necesaria para enfrentar al viejo poder.
Por eso el enemigo de la democracia, el que mueve los hilos y escribe la agenda política con el monopolio de la palabra, montó su campaña más feroz después del exterminio para enjuiciar al presidente militante que osó enfrentarlo por primera vez en cincuenta años.
La primera gran batalla ganada por Néstor, fue hacer añicos a la teoría de los dos demonios. Y eso no le perdonarán jamás los cancerberos del olvido y la injusticia.
Es decir, Kirchner no recuperó la política por que sí; ni en su estética consensuadora ni en su forma belicosa. La recuperó porque siempre fue conciente que la política es el arma que tienen los pueblos para cambiar sus vidas; para enfrentar, justamente, a los que tienen otras armas con igual o más poder de fuego; para transformar la realidad y hacer posible un país inclusivo. Y porque creía que la política estaba para incomodar a los poderosos, no para adularlos ni servirles dócilmente.
Para eso estaban sus gerentes, decía.
Era una maravilla verlo y escucharlo cuando tejía y destejía sus pareceres sobre distintos temas políticos y sociales.
Muchos lo subestimaron como si fuera un caudillejo de provincia. Se dieron cuenta tarde que ese militante era el último eslabón de una generación masacrada que sentía que debía cumplir un mandato histórico inconcluso: hacer grande la nación y feliz a su pueblo. Para lograrlo, no sabría de descanso ni vacaciones largas ni de fiestas impúdicas mezclado con la hipocresía de la vieja política.
El tablero de Kirchner, allí donde analizaba y decidía sus movimientos diarios y de largo plazo, fue un tablero de una dimensión cualitativa absolutamente distinta a los antes conocidos.
Si las piezas que él movía eran las que representaban a la política, jugando a favor de los intereses populares, las piezas contrarias eran las del poder autoritario y antidemocrático. No se entretenía en disputas chiquitas con adversarios que también eran piezas de la política como lo era él.
Y entonces, aunque lo humillaran, no confundía nunca al enemigo.
La chatura política, la mediocridad intelectual y la colonización ideológica de los opositores partidarios, no le brindó mucho margen para entusiasmarse.
Apeló a la poética maoísta de “Que florezcan mil flores” para que nadie, mucho menos los jóvenes, se dejen tentar por propuestas que remiten a desviaciones arcaicas de la acción política; maniquea, cerrada, autista, sectaria.
“Hay que agrandar la cancha, hay que sumar y sumar” decía siempre entusiasta, como un DT de fútbol.
A esos mismos jóvenes que hoy lo heredan digna y colectivamente, les aguarda el desafío de capacitarse para gobernar este futuro que llegó al galope. Hay que recordar a Kirchner, mirando hacia delante, allí donde él miraba.
Un Kirchner conductor de sueños, líder de los pibes y los trabajadores, el militante enamorado de la vida que dejó en la mochila de su compañera, Cristina, su propio bastón de mariscal de pueblo. No se lo llevó con él. Hasta en el último gesto fue un hombre generoso.
La etapa abierta está llena de certezas y nuevas incertidumbres. Valorar la participación de la juventud, como en estos días es posible hacerlo, es siempre una certeza mayor en el devenir histórico. Saber que en el centro de la representación popular y del alma de esta nación, hay una Presidenta como Cristina llevando en alto estas banderas, es la otra certeza que asegura el porvenir. De las incertidumbres, se irá encargando el tiempo. Y la inteligencia colectiva que sepamos construir.
El legado de Néstor irrumpe en nuestros cielos como una luz de bengala. Por eso no nos podemos perder. Ni lo debemos hacer; por su memoria y la de los 30 mil compañeros suyos, tuyos, nuestros.
En su libro de poemas, “El olvido está lleno de memoria”, Mario Benedetti cita una frase de Rafael Courtoisie que dice: “Un día, todos los elefantes se reunirán para olvidar. Todos, menos uno”
Ese fue Néstor Kirchner, el constructor de los nuevos paradigmas, como lo llamó certeramente Cristina.
Miradas al Sur, domingo 28 de noviembre de 2010
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