Las Islas Malvinas ya tienen domicilio
y techo propio; y desde ese techo cuelga el avión Cessna 185 que piloteó Miguel
FitzGerald en 1964 para llegar a Malvinas, desplegar una bandera azul y
blanca y proclamar en nombre de su pueblo
que esas islas australes eran, son y serán por siempre argentinas.
Un milagro de amor acaba de suceder:
fue el 10 de junio pasado cuando la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner
inauguró el primer Museo nacional dedicado íntegramente a la Causa Malvinas.
Lo maravilloso está a la vista de
todos.
Cruzando el amplio y bello jardín del
Museo, se aprecia una escultura en chapa de barco, que expresa el drama del
Crucero “ARA-General Belgrano” en el preciso instante de ser impactado por el
ataque británico en 1982. Y el alma se estremece, como si se escucharan todavía
los ayes de dolor de los caídos.
Un espejo de agua simula a su
alrededor el mar Atlántico y en el centro del espejo, las Malvinas emergen con
todo su esplendor.
La bandera patria envuelve todo el
contorno y de tan alta que es, parece confundirse con el mismo cielo. No
estamos haciendo una metáfora simplona y de ocasión; simplemente es así lo que
se ve.
El nuevo domicilio de Malvinas no
está en cualquier lugar; está en el Espacio de la Memoria, el que recuperamos junto
a Néstor Kirchner en la ex ESMA.
Allí donde supo fijar alguna vez su
domicilio el reino del terror de la dictadura; donde fueron torturados y
desaparecidos decenas de miles de hombres y mujeres; allí donde estuvo Rodolfo
Walsh expirando su último aliento de amor y compromiso; donde estuvieron las
monjas y las Madres, los obreros y los estudiantes, los artistas y los
pensadores que pensaban en un mundo más justo y más libre, allí está
representada ahora la Causa Malvinas como nunca estuvo en lugar alguno.
No es un Museo de la guerra,
claramente no lo es. Ni es el capítulo final de ninguna historia. Es el
comienzo de una nueva etapa de nuestras Malvinas y de sus viejas y sus nuevas heridas
y de su brazo extendido hacia esa Patagonia a la que definitivamente pertenece.
Se hace trizas aquí, en este Museo de
la vida de Malvinas, el concepto reaccionario que sostiene que las islas son
sólo un par de rocas inservibles. Además, si así lo fueran, también serían
nuestras rocas argentinas.
Pero no.
Con objetos históricos y proyecciones
visuales de última generación tecnológica, se puede apreciar la rica fauna y la
rica flora de las islas. Allí están los petreles y los albatros que unen la
costa continental patagónica con Malvinas, ida y vuelta. Y está el elefante
marino que les permitió a nuestros científicos del CENPAT-CONICET comprobar que
era cierto nomás que navega el Atlántico de Patagonia a Malvinas y
desde allí a Georgias y después pega la vuelta como quien vuelve a casa sin
perderse jamás.
Las Malvinas tampoco perdieron el
rumbo en su larga carta de navegación. Este Museo lo recuerda y lo demuestra
por si alguien se creyó que el olvido se impondría alguna vez.
Lo maravilloso empezó a suceder desde
el día de su inauguración.
Cuando Cristina cruzó la amplia
puerta de entrada del Museo Malvinas, la Argentina que soñamos siempre, la de
la unidad nacional, la de los jóvenes, la de las Madres de Plaza de Mayo con
Hebe de Bonafini al frente, la de los Hijos, la de los 30 mil desaparecidos, la
de los ex Combatientes y los Veteranos de la Guerra de Malvinas, la de las
Fuerzas Armadas reencontradas con su pueblo, la de los radicales de Irigoyen,
Illia y Alfonsín, la de la izquierda de Raymundo Gleyzer, la Argentina de Dardo
Cabo y sus compañeros del Operativo Cóndor aterrizando en Malvinas con sus 7
banderas en 1966, la del Gaucho Rivero resistiendo al colonialista inglés hasta
las últimas consecuencias y la patria de Luis Vernet y la del Comandante de
Malvinas Pablo Areguatí, un indio guaraní que parió la patria junto al Ejercito
de Manuel Belgrano, esa Argentina unida estaba allí como si fuera un faro hacia
el futuro.
¡Qué me van a hablar de “unidad” al
lado de Magnetto!
Este nuevo domicilio de la patria es
un lugar de encuentro entre diversas culturas y miradas. Razones le sobran a la
Presidenta cuando dice que este Museo expresa la construcción histórica más
grande que se haya realizado sobre la soberanía en Malvinas. Es que aquí se
puede sentir el viento de Malvinas, su
vida, su pasión, su muerte y su resurrección. Pero lo más importante es que
está pensado como un lugar de encuentro nacional y profundamente latinoamericano.
Cuando el relato liberal y mitrista
de la historia quiso dividirnos para poder someternos a los intereses
colonialistas, utilizó a menudo la brecha que media entre lo social y lo
político, entre lo nacional y lo popular, entre lo cultural y lo diplomático,
entre lo soberano y lo humano.
Quiso el proyecto de país que nos
gobierna desde Néstor a Cristina, que este Museo construya todos los puentes
que fueran necesarios para poder unir definitivamente esas categorías y otras
que se quieran agregar.
En la misma sala donde se expresa en
toda su desnudez el horror que sembró la dictadura, allí donde se ve a la Madre
del pañuelo blanco portar aquel cartel con un grito desgarrado que afirmaba que
“Las Malvinas son argentinas, los desaparecidos también”, allí donde se
defiende a voz en cuello la causa de los Derechos Humanos, allí también se
defiende la dignidad heroica de nuestros ex Combatientes.
Si el peor colonialismo es el
cultural, como dijo Cristina, el Museo se propone ser un lápiz que escriba una
nueva hoja de ruta hacia el futuro que queremos construir nosotros, los argentinos. No es una unidad de
las zonceras, como diría Jauretche, sino una unidad llena de convicciones por
un país donde entremos todos.
Y si alguien duda que aquí habita el
futuro, tendría que observar a ese puñado de guías que de tan jóvenes que son,
miran de reojo y admirados esa sala de los niños, la de Paka-paka, la que mira al
sur, la que dirá con Zamba jugando en el Museo que más pronto que tarde
volveremos a Malvinas en nombre de la paz, de la memoria y de la
soberanía.
Miradas al Sur, domingo 15 de junio de 2014
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