El tiempo transcurre lentamente, pero los sucesos cotidianos se atropellan en su vértigo diario.
Quizá sea necesario parar por un instante el juego y pensar y
repensar el país que vivimos y el siglo que habitamos. Sólo de ese modo
seguiremos cambiando y acertando el rumbo.
Que la inflación, que la inseguridad, que el pibe muerto a palos en
una calle del barrio, que todo pinta mal según la tele… que paren el
mundo que me quiero bajar, como decía Mafalda allá lejos y hace tiempo.
¿Pero qué está pasando de verdad?
Cuando a finales de los años setenta del pasado siglo, creyeron que
mataron al último militante nacional, popular y revolucionario.
Cuando luego borraron del mapa al llamado “mundo socialista”.
Cuando se apolillaron y anquilosaron todas las palabras que bajaban
del diccionario “comunista”, “marxista leninista”, “subversivo”,
“peronista” y/o “maoísta”.
Cuando se acomodaron para degustar la más preciada cena que les
tenía reservada la convertibilidad neoliberal del menemismo en los años
noventa.
Cuando toda esa faena acabó por suceder y era el fin de la historia
y de las utopías y era el fin del trabajo y de las chimeneas, el poder
financiero, mediático y trasnacional sintió ese vértigo y mareo que
provocan los vacíos cuando uno se asoma a un precipicio.
Y fue entonces cuando aquel “enemigo” claramente identificado en
tiempos de la “guerra fría” como “comunista”, mudó hasta convertirse en
“terrorista árabe”, “narcoterrorista”, “inmigrante ilegal”, “pibe
chorro”, o simplemente, “populista”.
La cuestión era señalar el blanco en la mira de un poder voraz que
para seguir dominando y colonizando nuestras democracias, precisa
siempre de un enemigo público declarado y reconocido como tal por la
mayoría de la población.
La estrategia es tan antigua como la humanidad. Ya lo hemos tratado
y desarrollado aquí en distintas circunstancias y coyunturas políticas.
Y no es que la historia se repita, sino que la historia puja para
un lado o para el otro según sean las relaciones de fuerzas que se
construyen, desde el pie hasta el sombrero de la sociedad.
En esa instancia estamos.
Los linchamientos criminales que se sucedieron en distintos centros
urbanos clase medieros; la crispación explosiva de algunos
automovilistas y transeúntes que ven el mundo con los ojos que
intercambian con la TV, la radio y los diarios dominantes; el “dejar
hacer, dejar pasar” a la convivencia narco-policial que dominó Rosario
hasta que llegaron las fuerzas federales de la democracia; el
negativismo pernicioso y mediocre de una oposición partidaria,
empresaria y sindical que ha perdido hace rato la brújula de la
realidad, son todos síntomas y a la vez factores que contribuyen a
tironear del fundillo de la historia para arrastrarnos de nuevo al peor
de los mundos; a un mundo violento, un mundo de excluidos, un mundo
donde manda el dios mercado y el dios dinero, un mundo a medida de la
sonrisa editada de un candidato como Sergio Massa.
Esa porción de la realidad que describimos, es la que convive y se
solapa con la realidad más totalizadora que vive nuestro pueblo y que,
por ejemplo, se expresa en los casi 2 millones y medio de turistas que
se desplazaron a lo largo y ancho del país en este fin de Semana Santa.
Pero esta realidad, en toda su plenitud, no tiene prensa. O tiene poca difusión. O la tiene difusa y tergiversada.
Para empardar al menos, los medios democráticos deberían repetir
durante todo el día los pormenores del mega operativo de seguridad en
Rosario; repetir las voces que escuchamos andando por sus calles y que
aplauden la medida y que dicen que ése es el camino y no la represión
militarizada y violenta.
Para empardar al menos, deberíamos ver a cada rato, como estamos
viendo en vivo y en directo, a las familias paseando en los centros
turísticos, disfrutando de una buena comida y entretenimiento.
Para empardar al menos deberían repetir el último discurso de la
Presidenta llamando a mantener la memoria histórica de este pueblo y
traducir en términos simples el proyecto de ley para combatir el fraude
laboral y promocionar el empleo registrado.
Sólo la memoria nos salvará, escribimos tiempo atrás.
Ahora le agregamos: el valor de la palabra.
Cuando el Indio Solari habla y canta ante una multitud de 180 mil
personas en Gualeguaychú, está recuperando la palabra esperanzada; por
eso la alegría salta hasta cabecear las estrellas y hace el pogo más
grande del mundo.
Por allí hay que buscar la huella.
En un país acosado por las operaciones del miedo, esas que convocan
con trompetas de muerte a volver hacia atrás todos los relojes y
calendarios, que suceda lo del Indio y suceda lo que está sucediendo
este fin de semana, es demostrativo que lejos de sentirnos derrotados
por la desesperanza, hay mucho, pero mucho más, para celebrar la vida.
En ese andarivel hay que moverse siempre.
La alegría es un don divino para algunos, pero debiera ser para
creyentes y agnósticos, una condición indispensable para construir una
mejor sociedad y ser mejores personas.
¿Nos damos cuenta que es eso lo que se está definiendo en esta coyuntura?
La vida nos facilitó como nunca antes la fotografía sepia de lo
viejo y la acuarela en colores de lo nuevo que anida entre nosotros.
Fijate: el gobierno de Cristina impulsa el combate al desempleo y
al trabajo esclavo; mientras los dirigentes que llamaron al paro de
transporte del pasado 10 de abril no dijeron ni mu sobre ese tema tan
crucial para los trabajadores.
La esclavitud y el cinismo son lo viejo. La democratización del trabajo es lo nuevo.
Fijate más: nuestra recuperada YPF cumplió sus primeros dos años de
vida; en Tecnópolis se celebró el Encuentro Federal de la Palabra y
Luis D’Elía brindó una clase pública en la TV sobre la pasión y el amor
en tiempos de odio.
Ése es el tono muscular del país que estamos construyendo. Lo
contrario es el resentimiento de los que sólo piensan en sus
privilegios. En esa disputa se nos va la vida.
Digan lo que digan, el amor nunca pasa de moda.
O sea.
Venceremos.
Miradas al Sur, domingo 20 de abril de 2014
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